Por Adrian Rafael Morales
Fotos: cortesía del entrevistado y fuente externa

En 2021 el mundo editorial vio cómo cambiaba el curso de la historia sobre los orígenes de la lexicografía hispanoamericana y en especial de Cuba, al conocerse la publicación por primera vez del Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba, de 1831, rescatado y editado por el investigador y doctor Armando Chávez-Rivera, profesor titular de la Universidad de Houston-Victoria, de Estados Unidos.

El manuscrito, extraviado durante casi dos siglos, fue localizado por Chávez-Rivera –también miembro numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española–, quien ha logrado el hito de presentarnos un curioso e imprescindible repertorio que se adelanta en cinco años al Diccionario provincial de voces cubanas, publicado en 1836 por Esteban Pichardo, considerado hasta hace poco como el primer aporte de su tipo en la mayor de las Antillas y en tierras americanas.

La editorial española Aduana Vieja, con sede en Valencia, se lleva el mérito de imprimir una obra escrita hace 190 años por intelectuales criollos y liberales de la época: el filósofo y profesor Francisco Ruiz, el erudito José del Castillo, el científico José Estévez y Cantal, el crítico y editor Domingo del Monte y el ingeniero Joaquín Santos Suárez.

Llama la atención la cantidad de referencias a plantas incluida en el Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba. Para satisfacer la curiosidad de muchos de los lectores de la revista Fucsia, entrevistamos al responsable del hallazgo y así constatamos a qué se deben tantas menciones a la flora autóctona y posiblemente a algunas especies también comunes en otros parajes del Caribe.

“Muchos fragmentos del diccionario están dedicados a la flora, con descripciones de plantas útiles para la alimentación, la medicina y la producción. El tema de la exuberancia de la flora emerge desde los primeros textos de los exploradores y conquistadores de Cuba e islas vecinas. Es recurrente en la descripción de Cuba desde las cartas de Cristóbal Colón”, señala Chávez-Rivera.

Por eso no es de extrañar el elogio a la belleza, utilidad y abundancia de la flora que brota con fuerza en la literatura cubana desde sus orígenes a inicios del siglo XIX, al tiempo que emerge ocasionalmente con tono de orgullo en documentos gubernamentales e institucionales durante la etapa colonial.

Baste recordar, puntualiza el investigador, que el primer poema escrito en la isla, “Espejo de paciencia” (1608), de Silvestre de Balboa (1563-1647), sublima la cornucopia de frutas, hortalizas y otros alimentos cubanos, motivo recurrente en este diccionario. “Además, el diccionario recoge una amplia muestra de fitónimos considerados arahuacos. Al menos un diez por ciento de las entradas está relacionado con voces indígenas, pero no son marcadas siempre con esa condición. La antigüedad de esos términos queda corroborada en su estructura, su registro por conquistadores y misioneros, su arraigo como topónimos y su uso en otras islas del Caribe”.

FUCSIA: ¿De qué manera ese interés por la flora cubana estaba en sintonía con el desarrollo de la botánica en La Habana de principios del siglo XIX?

Armando Chávez-Rivera: Desde inicios del siglo XIX, el desarrollo de los estudios botánicos, la fundación de instituciones, las expediciones científicas y la actividad de investigadores hicieron posible generar en Cuba un amplio corpus de información que conjuga la experiencia indígena de aprovechamiento de la flora con el posterior aporte europeo y criollo. Algunos hitos fueron expediciones como las del médico y botánico español Martín de Sessé y Lacasta (1751-1808), y de Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas (1769-1807), conde de Santa Cruz de Mopox y Jaruco, la apertura de la cátedra de botánica y el primer jardín botánico, la ocupación en 1823 de la cátedra de botánica por el prestigioso botánico español Ramón de la Sagra, y la fundación de la Escuela Práctica o Institución Agrónoma en 1829. Cuba estaba tan ufana de su flora y recursos forestales que en 1832 obsequió al rey español dos cajas con muestras de 252 maderas de la isla, acompañadas por un catálogo descriptivo.

F: ¿Acaso podemos encontrar evidencias de que los autores del diccionario se valieron de bibliografía científica?

ACR: Es evidente que hicieron consultas en libros especializados. El diccionario incluye los nombres comunes de especies de flora; por ejemplo, almácigo, ateje, ayúa, baria y bija. En ocasiones, el nombre común brinda información limitada por la existencia de árboles de la misma especie o de diferentes que son llamados de una misma forma o que reciben nombres distintos en dependencia de la zona de la isla. En los artículos correspondientes a las plantas, la información taxonómica de fitónimos y zoónimos figura entre paréntesis y, tal como suele hacerse en cuanto a género y especie en la bibliografía científica, en letra cursiva. Se inserta el nombre de la familia en contados casos. Por lo general, se incluye la clasificación científica de género y especie fijada por el botánico y naturalista sueco Carlos Linneo (1707-1778).

F: El diccionario fue elaborado por un equipo multidisciplinario. ¿Alguno de los participantes tenía formación o experiencia científica y específicamente en botánica? 

ACR: Esta pregunta es de suma importancia. En la elaboración del diccionario resulta trascendental la presencia de José Estévez y Cantal (1771-1841), el primer cubano en formarse científicamente en Europa y con un meritorio desempeño en botánica, química, farmacéutica y mineralogía. Estudió medicina en la Real Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana y fue alumno distinguido del célebre médico Tomás Romay (1764-1849), uno de los fundadores de la Real Sociedad Patriótica de La Habana (SEAP). Romay propuso la candidatura de Estévez para que fuera formado como botánico por el ya referido médico y botánico Sessé y Lacasta.

Con gastos cubiertos por la SEAP y el Real Consulado, Estévez se incorporó bajo las órdenes de Sessé a la Real Expedición Botánica a Nueva España (1787-1803), una de las más importantes exploraciones científicas organizadas por la corona española en el siglo XVIII, participando en labores de campo en Cuba y Puerto Rico en 1796 y 1797. A partir de 1797 el joven habanero fue asistente del botánico español Baltasar Manuel Boldo (1766-1799) en la Real Comisión de Guantánamo (1797-1802), empresa militar con objetivos geopolíticos, económicos y científicos, dirigida por el antes mencionado conde de Santa Cruz de Mopox y Jaruco, militar, político y noble cubano radicado en Madrid.

Luego del fallecimiento de Boldo el 30 de julio de 1799 en La Habana, Mopox designó a Estévez como principal botánico de la misión y propuso que, después de la exploración, el cubano continuara sus estudios en España. Asimismo, Estévez recibió la encomienda de concluir el primer catálogo de flora cubana iniciado por Boldo y que, a causa de la muerte de este, había quedado inconcluso. Las casi dos mil muestras de plantas colectadas por ambos son conservadas desde entonces por el Real Jardín Botánico de Madrid.

A partir de 1802, Estévez tomó varios cursos en España y tuvo entre sus profesores al francés Louis José Proust, uno de los padres de la química moderna. Luego de su regreso a Cuba, en 1808, su prestigio se acrecentó por su búsqueda de nuevas variedades de caña, el desarrollo de productos farmacéuticos y la ejecución del primer análisis de las propiedades medicinales de los manantiales de San Diego de los Baños, al oeste de La Habana. La presencia de Estévez entre los colaboradores del diccionario hace comprensible la amplitud de referencias a la flora. Este erudito es poco recordado hoy en día a pesar de su vida fascinante.

F: ¿Tiene algún ejemplo de cómo ese interés por algunas plantas expresado en el diccionario estuvo presente en época temprana de exploración del Caribe?

ACR: Hay un ejemplo notable: el diccionario menciona las propiedades medicinales del copey, sin más detalles sobre su látex, madera u hojas; estas últimas, dobles, carnosas y fuertes y que son tan llamativas que fueron mencionadas por Gonzalo Fernández de Oviedo y Francisco de Gómara porque gracias a su consistencia se pueden hacer inscripciones en ellas. O sea, hubo árboles que desde el inicio de la conquista llamaron la atención de los europeos y posteriormente se tornaron en útiles de muchas maneras para la población de Cuba.

F: ¿Cómo podemos apreciar que existía un interés por la botánica que combinaba el afán de conocimiento científico con el desarrollo local?

ACR: El diccionario reafirma la relevancia de la agricultura al hacer referencias a cañaverales, cafetales, maizales, piñales y zapotales, entre otras parcelas dedicadas a cultivos específicos. Además, resultan amables las menciones a las cejas, donde la vegetación boscosa no ha sido derribada, los saos o bosques claros, y la abundante maleza de los maniguales. Los elogios a la flora nacional ponen el acento en la descripción de su utilidad y en aspectos que implican el disfrute por los sentidos, especialmente la vista. De igual modo, las referencias a los árboles frutales subrayan la grata presencia, pero también su provecho para deleitar el paladar y el olfato. Por momentos, se formula una comparación o equivalencia entre frutas autóctonas y otras con una larga presencia en la literatura universal. Semejantes descripciones suponen un estímulo para la imaginación de los potenciales lectores, considerando entre ellos probablemente a foráneos sin referencias visuales directas de la realidad de la isla. Si en la alabanza de las maderas se vislumbra una lógica económica, en el elogio de las frutas afloran, de modo acentuado, referencias subjetivas, estéticas y poéticas.

F: ¿De qué manera había calado en la población habanera el interés por el conocimiento de la flora? Incluso, tal vez al punto de formar parte de la farmacopea popular.

ACR: El diccionario menciona el uso medicinal de muchas plantas, a tono con el arraigo que tenía la medicina natural en la isla. El entonces flamante Jardín Botánico de La Habana ganó popularidad porque se pusieron a disposición de la población especies con propiedades medicinales, en un entorno estimulante de frutales, hortalizas y aromáticas. En consecuencia, el diccionario expone el valor medicinal de las especies de la flora local, los riesgos de consumir determinados alimentos y los potenciales padecimientos. En el diccionario hay profusas menciones a los beneficios de ciertas especies para cicatrizar heridas, curar úlceras, prevenir el tétano, combatir la fiebre y fortalecer a las mujeres luego del parto.

Por ejemplo, de la higuereta se extrae el aceite de Palma Christi, que elimina parásitos intestinales; del guaguasí, una resina con la cual se prepara “un excelente purgante”; del manajú y la mavoa, resinas para curar heridas y el pasmo. La corteza de almácigo se recomienda para “entonar el estómago” y las hojas del arbusto cubainicú para cocimientos que curan las llagas “rebeldes”. Del apasote se indica sucintamente que es una planta medicinal. La puntual descripción de estos beneficios se despliega justamente en una época en que proliferaban impostores, enfermeros improvisados y médicos sin suficiente formación.

F: ¿Cómo podemos apreciar en el diccionario la utilización de algunas plantas en sectores productivos?

ACR: En el diccionario se observa un registro de productos hechos a partir de materiales naturales: de yarey se hacen jabas, jibes y sombreros; de henequén se elaboran coyundas y cordeles para pescar y amarrar paquetes. Otras plantas sirven para producir diversos bienes: sogas de guamá y henequén, cordelería y tejidos de corteza de daguilla, relleno para colchones con fibras de guajaca, jaulas de pájaros y cometas armados de güin, utensilios domésticos de güira, y tejidos de cáscara de coco. Asimismo, se purifica el azúcar con el mucílago de la guásima; y se curten pieles con la corteza de moruro, del cual escuetamente se dice que es un árbol. Para alumbrarse, se usa el aceite de la higuereta y se hacen velas con el polvillo de la penca de las palmas.

F: ¿Qué otros intelectuales, científicos, instituciones y obras de Cuba en la época de elaboración del diccionario formaban parte de ese escenario de interés por la flora?

ACR: En el manuscrito del diccionario, la información taxonómica fue incluida después de ser elaborados los artículos lexicográficos sobre flora y fauna porque casi siempre quedó al final de cada uno y no exactamente a continuación de la definición. Buena parte de esa información coincide con la publicada por Ramón de la Sagra en Historia económica-política y estadística de la Isla de Cuba (1831), cuando era director del Jardín Botánico de La Habana. La portadilla presenta a Sagra como “director del Jardín Botánico de La Habana y catedrático de botánica-agrícola” junto a otros títulos y membresías de instituciones de España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Rusia y Suiza. Es probable que una publicación de esa relevancia haya servido de referencia durante la gestación del diccionario.

F: Usted ha demostrado que el afamado lexicógrafo, editor y librero valenciano Vicente Salvá utilizó el manuscrito para elaborar el Nuevo diccionario de la lengua castellana (NDLC) (1846), consistente en una versión mejorada del diccionario que había publicado la Real Academia Española en 1843. ¿Cuáles fueron los contenidos aprovechados por Salvá que hacen referencia a la flora y tal vez a la biodiversidad de la isla?

ACR: Salvá consultó registros léxicos procedentes de Cuba y, además, contó con la ayuda del legendario Domingo del Monte ─como fuente oral, escritor editor y crítico con conocimiento del español americano. Esas fuentes le permitieron identificar vocablos con acepciones exclusivas de la isla caribeña o comunes en territorios continentales. Algunas palabras introducidas por Salvá en el NDLC tienen la condición de enciclopedismo americano y algunas son definidas como propias de “ambas Américas”. Por ejemplo, Salvá incluyó el árbol y su fruto conocidos como caimito, así como el árbol quiebrahacha, los cuales están presentes en las dos fuentes escritas cubanas. Por otra parte, en algunas ocasiones, el NDLC menciona la existencia en Cuba de plantas americanas, como ácana, aguinaldo, ateje, capá, daguilla, jagüey, majagua, ocuje y yarey.

F: ¿Qué le llamaba más la atención de la flora autóctona cuando vivía en la isla? ¿Algún árbol o alguna flor despertaban una mayor curiosidad en usted?

ACR: Me impresionaba la exuberancia de árboles y arbustos de El Vedado, un barrio neoclásico junto al litoral habanero. Me encantaba mirar los árboles de gran porte cuyas copiosas frondas se entrelazan, lo cual me hacía recordar las palabras de Bartolomé de Las Casas (1484-1566), quien afirma en sus crónicas que la isla entera podía ser recorrida bajo la sombra del follaje. Además, algunos árboles imponentes de El Vedado, cuyas ramas todavía se entretejen sobre las calles y forman un túnel vegetal, me hacen evocar recuerdos de infancia de la poeta Dulce María Loynaz (1902-1997), cuya familia era propietaria de amplios terrenos allí, cuando esos parajes eran bosques tupidos, con pocas mansiones y algunos senderos para andar a caballo.

F: Usted ha vivido en varias ciudades del mundo. ¿Cuál considera que cuida más sus áreas verdes, ornato público o tiene más conciencia ecológica? ¿Lima, Buenos Aires, Montevideo, Madrid, Washington D.C., Houston, etc…?

ACR: El recuerdo que conservo de cada una de esas ciudades es sobre todo el de mis caminatas cotidianas por parques y avenidas arboladas. La diferencia que he constatado no ha sido tanto entre ciudades sino más bien entre barrios: el verdor abunda en proporción con el poder adquisitivo de los vecinos. Entre más opulenta es la zona, mayores recursos se despliegan para proteger jardines y arboledas. Los grupos con holgura económica disfrutan de esos espacios diseñados casi como jardines; los de bajos ingresos son condenados al ruido, el aire tóxico, el calor y la ausencia de magnificencia vegetal. En ciudades grandes y populosas, poder vivir en medio del verdor es cada vez más una señal de clase social privilegiada.

BREVE BIOBIBLIOGRAFÍA

Armando Chávez-Rivera es miembro numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Actualmente tiene el rango de profesor titular y director del programa de español de la Universidad de Houston-Victoria, Texas, EE. UU. Cursó el doctorado en Literatura Hispánica en la Universidad de Arizona (2011) y una maestría en la Escuela de Lexicografía Hispánica de la Real Academia Española (2016). Además del Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba (Transcripción, edición, estudio introductorio y notas), ha publicado Cuba per se. Cartas de la diáspora (2009), El poeta en la ciudad (2005), Rescate del tiempo (2001) y Memorias de papel (2000). Becas: UNESCO (1996), Programa Mutis y Ministerio de Educación de Argentina (2001-2003), Fundación Tinker (2010), Biblioteca Pública de Nueva York (2011), Centro Harry Ransom University of Texas en Austin/ Fundación Andrew Mellon (2012) y Centro John W. Kluge de la Biblioteca del Congreso de EE. UU. (2018-2019). La Biblioteca Nacional de España lo incluye en su catálogo con la categoría de Autoridad.

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